
Los que vivan en Santiago de Compostela (o hayan visitado la ciudad alguna vez) probablemente conozcan
esta taberna situada enfrente a la Alameda compostelana.
La
adega está como en tiempos de mi abuelo; no cambió cosa alguna. La noria, las mesas,
a lareira, los barriles, la gente. Siquiera ese olor y ese aire tan característico cambió con el tiempo, conservando en él el mundo de historias que allí llegaron. Cientos de biografías, en una biblioteca invisible, que dan noticia de otras tantas existencias (Suso de Toro, Camilo José Cela, David Rubín...). Algo hay en el aire de aquella tasca que llama por uno. Tal vez una forma de vida vieja, la sugestión de un aquél existencial de siglo pasado,que no dio salto al siguiente.
De pequeño, cuando iba con mi abuelo a las tabernas ourensanas que salían de la Plaza del Hierro, solía llegar un momento en que me aburría y me quedaba dormido entre conversaciones sarcásticas y llenas de amistad. Pero había veces en que se daba una circunstancia aún más feliz que los sueños que vivía: me despertaban las canciones que llegaban de las tabernas. Era frecuente de aquellas escuchar en las noches claras el canto de los amigos en las tabernas o las casas particulares. Mi abuelo era muy devoto de estos cánticos y siempre abría su grave garganta cuando se le presentaba un grupo de amigos pidiendo vino para su son. Despertar de noche en aquellas sillas (colocadas hábilmente para poder tumbarme) por las voces de aquella gente siempre me pareció una forma de felicidad como pocas se pueden experimentar, y me tengo preguntado, cuando evoco esos momentos, dónde radicará la razón de aquel placer, el por qué de aquella sensación de que al mundo no le faltaba nada. No sé qué mecanismos subconscientes podría activar en el niño la presencia de unos hombres cantando en el bar, como para que la vida cogiese el sabor de la gloria.
Después de la desaparición (o extinción) de los hombres que cantaban, se hizo un gran silencio en el mundo. Hasta que un día, paseando por la calle, me encontré con las canciones que llegaban del Abrigadoiro; notas cantarinas de un coro que entraban por las ventanas de los vecinos y revoloteaban por toda la calle llegando hasta la arboleda. Yo me quedé en la dulzura de la acera, entre la puerta de la taberna y la boutique de ropa. Pasaban parejas riéndose. Pasaban veteranos empresarios hablando de sus números sin percatarse de la banda sonora callejera. Pero aquel atardecer de verano sólo existía para el niño, que echaba una mirada a sus fantasmas.
O Abrigadoiro, en síntesis, conserva su microclima, con su atmósfera de aliento y humo finisecular, con aquel reservado suyo donde priman los manteles de hule que, de tan domésticos de olor y color, poseen el subconsciental efecto de mitigar la morriña que los universitarios novatos tienen de sus casas. Los veraneantes, sin embargo, devoran sobre todo los chicharrones, tablas de embutidos y tortillas de patatas, mientras que con gracia forastera, el albariño les inspira unas risas y gracias mareantes.
Es por estas razones, y por mil más, aunque sobre todo la amistad que me une a sus dueños, que cuando me pidieron un dibujo que adornara sus paredes no pude negarme a tal petición. ¿Cómo ellos sabrían que aquel abuelo que me crió en esos ambientes de comunicación humana me había dejado como legado una acuarela en memoria de ese lugar vivificante? Así pues, cuando hoy les entregue la petición que me hicieron hace algún tiempo, les daré también una parte de mis recuerdos.
POSDATA:Él decía siempre que lo primero que le da aroma y sabor al vino es la conversación del amigo. Por lo menos esto es lo que pensaba cuando estaba en este mundo.
- Y en el otro también- me pareció que susurraba una sombra.